DIOS QUIERE QUE CREZCAS EN ÉL

Yo no me imagino estar en una empresa trabajando y no estar con un propósito; cuando el jefe nos acepta en la plantilla es con una finalidad; nadie figura en una empresa para pasar el rato; nadie está en un lugar de trabajo meramente para figurar. Con la vida ocurre otro tanto y, si se me permite, aún con mayor seriedad y trascendencia. El Creador no nos ha creado por azar; nuestro nacimiento no es fruto del capricho de dos personas, ni el fruto de una relación sexual meramente: Dios nos ha dado la vida; si, ha visto nuestro embrión en lo más oculto y nos ha dado la vida (Salmo 139:16). Es una bendición saber que más allá del capricho de unos seres humanos, que más allá de algo que pasó entre dos personas, somos creación de Dios. Dios no ha permitido nuestra vida para quedarnos extasiados solamente ante un atardecer. Dios nos ha creado con un propósito a todos los seres humanos: que le conozcamos y crezcamos en el conocimiento de Él. Es increíblemente grande que Dios quiera que sus criaturas le conozcamos y crezcamos en su conocimiento, pero ese es su deseo porque quiere darnos de lo mejor suyo, quiere lo mejor para nosotros, no quiere la mediocridad de la vida, no quiere que vivamos en el pozo sino en las alturas como reiteradamente expresan las Escrituras.

Es muy interesante cómo se despide la segunda epístola de Pedro; termina con estas palabras: “Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén” (3:18). Plantea toda una serie de cosas anteriormente de tremenda importancia pero deja esta nota final. Desde luego que el contenido de la Epístola es digno de meditar y de aprender pero no deja de sorprender, al menos a este cristiano imperfecto, el hecho de que nos deje ese sabor final en el alma; desde luego que hay cosas bien importantes en la vida pero no hay nada tan sublime y excelso como el conocimiento y el crecimiento en la persona de Dios; como expresa el poeta: “toda una vida no me da para alabarte, para darte gracias”. Las palabras del texto bíblico concuerdan con la primera de las demandas que Dios planteó a Moisés: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. Cierto es que vivimos ahora en la era de la gracia pero el deseo del corazón de Dios sigue siendo que le amemos a Él por encima de todas las cosas porque, curiosamente, Él es más grande que todas las cosas.  Dios no espera solamente que le conozcamos, que es el primer e imprescindible paso, sino que crezcamos en el conocimiento y gracia de su persona; la pregunta es obvia: ¿puede haber mayor y mejor y más bendecido deseo?

Cuando conocemos al Señor podemos tomar dos actitudes; por un lado conformarnos con ser salvos con lo que nuestra vida cambiará poco con respecto a lo que era antes y estaremos jugando seriamente con nuestra salvación, o nos ocupamos en nuestra salvación con temor y temblor (Filipenses 2:12). Mi estimado hermano lector, ¿has crecido en el último año en el Señor? A veces nos ponemos la meta de crecer pero no somos capaces de pararnos cada cierto tiempo a comprobar si ha habido o no ha habido progresos. Me temo, desde mi imperfección, que vemos lo de crecer como algo siempre para el futuro, cuando realmente es algo para el presente; como bien expresará el apóstol Pablo escribiendo en la epístola de Romanos: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. El no tomar los moldes de la sociedad, el tomar únicamente el modelo de Cristo es lo que nos hace crecer, por eso es bueno y necesario pararnos cada cierto tiempo preguntarnos a solas delante de Dios: ¿he crecido en el último año? Siempre un cumpleaños, unas vacaciones, un tiempo de tranquilidad, puede ser el momento para pararnos y hacernos esta vital pregunta vaya que estemos siendo cristianos que no crecen y cuando no crecemos es que algo no funciona en nuestra vida cristiana. Si es bueno analizar las cosas mucho más lo es examinarnos delante de Dios; las palabras del salmista adquieren resonancia nuevamente: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos”  (139:23)

Cuando hablamos de reflexionar sobre si hemos crecido espiritualmente me refiero a si hemos hecho progresos, si hay cosas de la vieja naturaleza pecaminosa que realmente han muerto o es que aún sobreviven, aunque sea artificialmente, pero que siguen latentes ahí. La Escritura no nos habla de cambiar formas sino de hacer morir las viejas formas que teníamos antes de conocer a Cristo. El progreso espiritual no se mide en versículos aprendidos de memoria, el progreso espiritual no se mide en reuniones a las cuales asistamos, el progreso espiritual no se mide en la puntualidad a la que llegamos a las citas, el progreso espiritual no se mide en la de títulos o cursos bíblicos que tengamos, el progreso espiritual no se mide en actividades, el progreso espiritual se mide en cómo ha crecido en el último tramo de tiempo el fruto del Espíritu Santo en nosotros. Progresar espiritualmente no es sinónimo de memorizar textos o pasajes bíblicos en determinadas situaciones para saber cómo afrontarlas sino que se trata de reaccionar instintivamente ante esos episodios de la vida. El fruto del Espíritu Santo se evidenciará en nosotros casi sin darnos cuenta cuando realmente vamos creciendo y progresando en el conocimiento y la gracia de Dios. Pedir al Señor que nos pruebe, como decíamos en el párrafo anterior, es estar dispuestos a haber progresado, no sólo estar dispuestos a progresar, es haber recorrido un camino.

Como decíamos el apóstol Pedro nos plantea un mandato y un desafío bien nítido: “creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2ª Pedro 3:18). Siempre me ha ayudado para saber el concepto de algo distinguirlo de lo que no es, pues limpiando, por así decir, todo primero uno encuentra mejor el sentido, la significación de los términos; crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo no significa que cada vez soy más aceptado delante de Dios. Uno de los conceptos erróneos que muchos han propagado es ese: creer que el crecimiento es que somos más aceptados delante de Dios; a este propósito es bien claro el apóstol Pablo escribiendo a los Efesios (1:3-10). Somos aceptados delante de Dios tal y como somos desde el momento en el cual creemos en Él; igual que el esposo no es más esposo de la esposa por llevar más o menos años casados, tampoco somos más aceptados delante de Dios por conocerle más. Ahora bien, el ser aceptos delante de Dios nos lleva a cumplir el mandamiento dado por Pedro que sirve como punto de partida de nuestra reflexión; si un esposo no va conociendo más a su esposa a medida que convive con ella, si la esposa no va conociendo más al esposo con el paso del tiempo es que esa relación se ha estancado, pero queda claro que siguen siendo tan esposos como el primer día en que se casaron.

Siguiendo en esta misma idea quisiera también aclarar que crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo no es tampoco que por conocerle más, por haber crecido en su gracia, vayamos a ser ahora más cristianos o creyentes que lo que éramos antes. Un hijo es igual de hijo el primer día que nace que cuando es un niño o cuando es un adolescente o cuando es un adulto; su condición de hijo no cambia en momento alguno; lo que cambia es su afecto, su trato, su vida; al ser consciente cada día más de su condición de hijo, si es un hijo honesto, tratará de ser más obediente a sus progenitores, procurará agradarles más en todo pues sabe que cuánto es se lo debe a ellos, que si vive es por el amor de sus padres; al ser cada día más consciente de su condición de hijo procurará buscar lo mejor para el hogar, no tendrá conductas que afeen el buen nombre de su familia y la defenderá cada vez más con uñas y dientes, como suele decirse, al amar más a sus padres. ¿Cambió en algo su condición de hijo del primer día en que nació hasta que es adulto? Ha madurado pero sigue siendo tan hijo como el día de su nacimiento. Así ocurre con la realidad espiritual, el conocer más a Dios, el crecer en su gracia, es decir, el hacer morir en nosotros las cosas terrenales, no nos hace más hijos que el día especial en el cual le conocimos y nacimos de nuevo. Quiero dejar este aspecto bien definido antes de continuar ya que de no tenerlo claro podemos pensarnos que los años en el evangelio, o el crecimiento nos hace hijos de primera o hijos de segunda cuando lo cierto es que Dios no tiene escalafones de hijos.

Tampoco quisiera dejar en el tintero otro aspecto que define qué no es el crecimiento en la gracia y el conocimiento de Dios. Como digo, es bueno definir qué no son las cosas para luego evitarnos confusiones o errores que fácilmente Satanás quiere hacernos creer. El hecho de tener crecimiento en esa gracia y conocimiento divino no significa que seamos más justificados cuanto más crezcamos. Es muy interesante notar que la Escritura nos presenta el tema de la justificación como algo, digamos, instantáneo, algo que se completa cuando confesamos que Jesucristo es el Señor de nuestra vida; otra cosa bien distinta es la santificación a la que somos llamados que es, efectivamente, el crecimiento en la gracia y el conocimiento de nuestro Salvador y Señor Jesucristo. Las analogías usadas anteriormente del matrimonio y de la relación paterno-filial podemos aplicarlas a este punto que quiero compartir. Cuando escribo estas líneas son ya más de 35 años que conozco al Señor como Salvador y Señor de mi vida y me encuentro tan justificado como la noche del 23 de Abril de 1971 cuando le acepté; ahora bien, mi estatura espiritual, me atrevo a decir, imperiosamente tiene que ser bien diferente de la que era aquella noche o la que era al año siguiente. Por la misericordia de Dios he ido creciendo en su gracia y conocimiento pero mi justificación sigue siendo la misma: ¡Él me perdonó todos mis pecados aquella noche!

Y un último aspecto que quiero, al menos, apuntar. Al crecimiento en la gracia y el conocimiento de nuestro Salvador y Señor Jesucristo no se llega por ser más o menos activos en las cosas de una iglesia local. El activismo no es sinónimo de crecimiento; al revés, me atrevo a afirmar que la rutina en las cosas, el vivir en la vorágine de estar haciendo actividades por hacerlas, por mucho tinte de cristiana bendición que tengan, es sinónimo de estancamiento y de decaimiento espiritual; creo que el ejemplo que encontramos en Apocalipsis de la iglesia de Éfeso es nítido; una congregación bien activa pero a la cual Dios tiene que decirle “tengo contra ti” (Apocalipsis 2:4).  Precisamente el crecimiento en el conocimiento y gracia de nuestro Salvador y Señor Jesucristo nos lleva a saber decir que “no” a muchas actividades o situaciones y a comprometernos mejor y más con otras en función, básicamente, de los dones que hemos recibido del Espíritu Santo. Así, pues, no se tiene más estatura espiritual tampoco por estar más o menos involucrado en actividades eclesiales (coros, reuniones, comités, cursos, retiros, convenciones, etc.); no tengo nada en contra de todo eso pero si que no son sinónimo de crecimiento. No se tiene mayor gracia y conocimiento de las cosas de Dios por una vida muy intensa de actividades.

Crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Salvador y Señor Jesucristo es, en primer lugar, tener más vigor, fuerza, poder y estatura en las bendiciones que el Espíritu Santo envía. Cuando acepté al Señor mi conocimiento espiritual era limitado, sólo el suficiente para entender y comprender mi miserable estado sin Cristo. No son los años, porque podemos arrancar hojas al calendario y no crecer, sino con el progreso de mi vida en Cristo es como podré crecer y como, en mi imperfección, he ido creciendo; pero precisamente ese crecimiento que he tenido me lleva a no conformarme con las metas alcanzadas y buscar escalar cotas más altas. Uno tiene más vigor contra Satanás porque depende más de Dios según va creciendo en su gracia y conocimiento; uno tiene más fuerzas para poder luchar precisamente a través de la energía que da esa gracia y conocimiento de la palabra divina; uno tiene más poder porque someterá mejor las pasiones y deseos de la carne al poder de Dios, lo hará como algo instintivo y no tendrá que pensarlo; y crecer en la gracia y conocimiento nos lleva a tener no como una utopía sino como una realidad llegar a la “estatura de la plenitud de Cristo”  (Efesios 4:13). En definitiva, crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Salvador y Señor Jesucristo es permitir que, como dice el viejo cántico, las virtudes de Cristo se vean en mí.

Crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es tener cada día de nuestra vida una conciencia mayor de lo que es pecado y aborrecer a éste, en consecuencia, más cada día. Precisamente ese crecimiento nos lleva a comprender qué cosas son las que aborrece Dios y no solamente las dejaremos de practicar sino que, porque Cristo vive en abundancia en nosotros, también nosotros las aborreceremos. No se trata de no hacer algo porque a Dios no le gusta, se trata de que a nosotros también nos causa asco tal cosa, tal práctica o tal pensamiento; cuando algo nos es vomitivo pues ni lo nombramos, ni lo imaginamos; de igual modo, según vamos creciendo en las cosas de Dios (su gracia y conocimiento) vamos aborreciendo cosas casi sin darnos cuenta; un día, tal vez, miramos a atrás y nos damos cuenta de ese camino que hemos ido recorriendo y que seguimos recorriendo; algo así tuvo que sucederle al apóstol Pablo al escribir: “cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo” (Filipenses 3:7). ¡Qué bendición, qué meta más alcanzable para todos los cristianos poder decir que lo que antes era ganancia ahora es basura por amor de Cristo!

Crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es, asimismo, tener una fe que va creciendo más con el paso del tiempo, que va robusteciéndose más y más, que no se conforma con lo aprendido al comienzo sino que aspira a afianzarse más profundamente como algo natural. Es imposible pensar en una planta que no se pueda ir robusteciendo a medida que va siendo cultivada; de igual modo ha de ser nuestra fe, ese crecimiento debe solamente afianzarnos en los asuntos del reino que, de una forma directa o indirecta, hemos aceptado como lo más importante del mundo para nosotros desde el momento en el cual hemos aceptado a Jesucristo como Señor de nuestra vida. Mal asunto si luego de un tiempo en los caminos de Dios nuestra fe sigue como el primer día; mal negocio si tras unos años nuestro conocimiento de las cosas de Dios se basa en cuatro cositas que aprendimos cuando nos convertimos a Él; muy mal estamos si con el pasar de las semanas, meses y años nuestra fe no se consolida y afirma. Crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es eso. Y ese robustecimiento más que por un conocimiento o sabiduría intelectual viene por amar y tener comunión más íntima cada día con el Señor.

Crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es, también, tener más amor al Señor. Cuando digo tener más amor no me refiero a una actitud mística o platónica del amor sino un amor práctico que se traduce en una mayor consagración práctica y real de aquel que cree en el Señor. Es muy curioso cómo se dio este proceso en el autor de la frase, es decir, en Pedro. Al comienzo lo vemos como un hombre con sus dudas, hasta que se rinde ante el Maestro de Nazareth; luego tiene sus luchas, sus momentos dulces (recordamos Juan 6:68), sus momentos de fracaso (la negación de Jesús), sus momentos de reconciliación (Juan 21), su tiempo de tozudez (Hechos 10) y su tiempo de trabajo completo para el Señor (cosa que encontramos en el resto del libro de Hechos); es muy curioso que, luego de tantos avatares y vicisitudes en la vida, nos diga que lo mejor que hay en la vida no es los buenos momentos sino crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo: ¡eso es el amor práctico!. Al tener más amor nos ocurre lo que al mismo Pedro como acabamos de ver: nos dejamos moldear más por Él. Con los años un matrimonio va pareciéndose más el uno al otro no sólo en gustos sino en su forma de pensar y sólo cultivando esa relación se llega a ese grado; del mismo modo nos ocurrirá con el Señor: al crecer en el conocimiento suyo querremos que nuestra vida, gustos y pensamientos se parezcan más a aquel que nos amó primero incluso desde antes de la fundación del mundo. Pedro, con sus errores y equivocaciones nos desafía hoy a amar más a aquel por el cual mereció la pena dejar las redes.

Cuando hablamos de un amor plasmado en entrega de consagración a Dios no me refiero, como he indicado, a ser un místico, a estar levitando sobre el suelo, a no querer nada de este mísero mundo, a pensar que la vida es todo un valle de lágrimas. Si algo destaca del auténtico crecimiento en los asuntos del reino es que el misticismo lo dejamos colgado en el armario y nos deshacemos de él. El amor a Dios se traduce en una entrega hacia los demás, en amar a los demás como Cristo les ama, lo cual es una meta a la que todos los que hemos nacido de nuevo debemos aspirar no de modo idílico sino de modo práctico. Me sorprende mucho ver la vida de Jesús que fue siempre tan cercana a alas personas aunque tuviese sus tiempos de privacidad necesaria, tan indispensables en la vida de cualquier ser humano; sucede hoy en día que muchos que se llaman cristianos viven justo al revés de Jesús: con el menos contacto posible con los demás. Ser un cristiano que crece en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es ser un cristiano que deja de ser un burócrata del evangelio, que detesta ser un tecnócrata de la Escritura. Estar consagrado a Dios es decir “no” tajantemente al pecado cuando los demás dicen “tal vez”; estar consagrado a Dios es saber que no nos pertenecemos más a nosotros sino que pertenecemos y dependemos de Él.

Asimismo crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es tener una espiritualidad auténtica y evidente a toda “prueba de bomba” como se suele decir. La fe en Cristo no depende de las circunstancias ni del entorno sino que al conocerle más cada día se depende más de Dios y éste nunca cambia. Conocer al Señor más íntimamente nos lleva a saber que nuestra fe ha de ser probada por tremendas pruebas; francamente, desde mi imperfección, no concibo la vida cristiana sin pasar por medio de luchas y conflictos, sin pasar pruebas; el apóstol Pablo pasó pruebas y dificultades, creo que tuvo una fe a “prueba de bomba”; ese evangelio facilón que algunos hoy en día pretenden enseñar, y que patéticamente está arrastrando a muchos incautos, no es precisamente evangelio, no es buena noticia, es noticia fácil y engañosa sencillamente; no se cultiva una fe genuina cuando la fe no puede soportar la prueba, así de sencillo. Crecer en la gracia es crecer en dependencia de Dios y crecer en el conocimiento de Él es estar cada día no sólo más convencidos sino más seguros del poder de Dios. Una fe que no es sometida a pruebas es una fe que no puede obtener victorias. Una fe que es incapaz de pasar las pruebas es solamente un descafeinado espiritual. Crecer en la gracia y el conocimiento de Dios nos lleva a vivir el amor en su auténtica dimensión (1ª Corintios 13:4-8a).

Como digo, ese crecimiento nos lleva a estar dispuestos a que nuestra fe sea sometida a la prueba, a la dificultad, precisamente para tener la victoria en Cristo y que Él crezca en poder y autoridad en nuestra vida. Quizá el ejemplo de la vida de Moisés nos puede ser bien ilustrativo de esta lección que quiero compartir. Fue un hombre que entendió la relación con Dios muy a su manera en un comienzo; ve la misericordia del Eterno con él en cómo ha sido su infancia pero la relación no la comprende bien; sucede el incidente del egipcio y vienen cuarenta años cuidando ovejas ajenas para luego, quizá una inesperada jornada, comenzar con un incidente cotidiano como era una zarza ardiendo, una nueva singladura en su vida. Y en los cuarenta años siguientes su fe es sometida a múltiples pruebas, a innumerables dificultades y, sin embargo, aunque hay fallos en su vida es considerado el hombre más manso de la tierra; mal asunto si el crecimiento en la gracia de Dios no nos lleva a saber atemperar nuestro carácter; el crecimiento no está exento de tener caídas pero si está exento de ser aniquilado. Las palabras del salmista son bien elocuentes: “Estos confían en carros, y aquéllos en caballos; mas nosotros del nombre del Señor nuestro Dios tendremos memoria. Ellos flaquean y caen, mas nosotros nos levantamos, y estamos en pie” (20:7-8). Yo quiero esa fe, yo quiero ese conocimiento, yo quiero ese crecimiento.

Hemos visto, pues, hasta ahora básicamente qué significa y crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo y qué no significa ese crecimiento. Obviamente mucho más podríamos decir al respecto pero animo al ávido lector a que investigue en la Palabra para descubrir nuevos tesoros que le llevarán, seguro estoy, a admirar más a Aquel que nos amó con amor eterno. Creo, franca y sinceramente, que es esencial tener claros los conceptos en un tiempo en el cual todo se relativiza tanto que hay una amalgama de espiritualidad aparentemente cristiana pero no es precisamente fe sino un creo cuyo primer mandamiento es que si te lo pasas bien, si estás a gusto, es que es bueno. El crecimiento en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo no te dice que lo vayas pasar mal, sino que tendremos aflicciones diversas aunque implacablemente de todas ellas nos librará y sacará el Señor, pero jamás podremos tener la victoria sin antes tener la lucha. Francamente, creo que parte del auge de algunos movimientos llamados cristianos pero  que duran menos que un pastel en la puerta de una escuela es debido a que predican y proclaman un crecimiento sin victoria porque muchos cristianos están acostumbrados a vivir sin victoria, sin lucha, sin guerra. Es curioso que el apóstol Pedro nos desafíe y ordene a ese crecimiento justo cuando ha hablado de la segunda venida de Cristo. Desde luego, el Señor está cerca y por ello conviene tener claras las cosas.

Y seguimos adentrándonos en este apasionante tema que nos plantea 2ª Pedro 3:18. Cuando vamos creciendo en el Señor se dan distintas evidencias más allá de lo que nosotros particular y personalmente podemos percibir. Al igual que no podemos evitar el sudor al movernos, salvando las lógicas diferencias y recordando que las comparaciones son odiosas, también exhalaremos hacia los demás la evidencia de que vamos creciendo en el Señor. Y la primera cosa que evidenciará en nosotros ese crecimiento es el amor hacia los que nos rodean lo que producirá gratitud; a este respecto es bien interesante lo que se dice de los tesalonicenses en la segunda epístola (2ª Tesalonicenses 1:3-4): “Debemos siempre dar gracias a Dios por vosotros, hermanos, como es digno, por cuanto vuestra fe va creciendo, y el amor de todos y cada uno de vosotros abunda para con los demás; tanto, que nosotros mismos nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios, por vuestra paciencia y fe en todas vuestras persecuciones y tribulaciones que soportáis”. Ciertamente pocas veces pensamos que el conocimiento de la persona de Dios nos lleva tener paciencia y fe en medio de las tribulaciones pero es que si hay alguien que es el ejemplo máximo de esa vivencia y experiencia es el mismo Jesús. El amor no es unas alitas de ángeles con una docena de rosas; el amor es entrega, sufrimiento; en definitiva, ser como Cristo.

En consecuencia y consonancia con lo anterior al ir creciendo y pasando la prueba uno también evidencia ese crecimiento en el amor que tiene hacia los demás; es interesante lo que dice Pablo a los mismos tesalonicenses (1ª Tesalonicenses 4:9-10): “Pero acerca del amor fraternal no tenéis necesidad de que os escriba, porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios que os améis unos a otros; y también lo hacéis así con todos los hermanos que están por toda Macedonia. Pero os rogamos, hermanos, que abundéis en ello más y más”. A veces pensamos que el amor a los demás es algo que hemos de guardar para momentos puntuales pero es algo que se aprende de Dios como ocurrió con los de Tesalónica. Crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor es amar a los demás como Cristo les ama, es algo que trasciende más allá de los límites de la razón, es algo que solamente puede venir de la abundancia de morar el Espíritu Santo en nosotros; confieso mi imperfección y limitación para llegar a definir cómo es ese grado. Ojalá de mí se pudiese decir que no necesito aprender más porque he aprendido fielmente del Señor Jesucristo a amar a los demás como el les ama; y no quiero que quede en algo lejano sino quiero que, por su gracia, sea algo cercano día a día.

En otro pasaje de la Escritura encontramos otra evidencia más de cómo se vive ese crecimiento en la gracia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. En colosenses 1:10 leemos: “para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios”. Nos abre las puertas a otro matiz este versículo al hablarnos de llevar fruto en toda buena obra; el fruto por excelencia que podemos llevar es el fruto del Espíritu Santo (la Biblia no habla de “frutos del Espíritu Santo” sino de “fruto” en singular, algo imposible de separar). Las buenas obras son, como reiteradamente enseña la Escritura aunque algunos se empeñen en pensar lo contrario (lo siento por ellos) la consecuencia de haber nacido de nuevo; si no hay un nuevo nacimiento no puede haber buenas obras según el concepto de Dios, aunque podamos hacer buenas obras según el concepto humano. Así pues, de nada nos vale memorizar libros de la Biblia, almacenar en nuestra cabeza muchos datos sino hacemos obras que lleven buen fruto, que lleven el sello de la presencia de Dios. Y es curioso, y a la vez desafiante, que el texto nos plantee que es imposible crecer en el conocimiento de Dios sin llevar buen fruto en toda buena obra. La vida cristiana no es una serie de cosas aisladas que podemos separar sino que es todo un conjunto, todo un equilibrio; no nos iba a pedir menos el Creador del orden.

Muchos otros textos nos indican la necesidad del crecimiento del cristiano en la gracia y conocimiento de Dios; sirvan las siguientes citas para tener una referencia al respecto a la vez que animo al lector a que los lea y los medite, obviamente no son imperfectos como yo: 1ª Tesalonicenses 3:12; Efesios 4:15; Filipenses 4:19; 1ª Tesalonicenses 4:1; y también 1ª Pedro 2:2. El crecimiento en las cosas de Dios no es una posibilidad o una puerta a la que se pueda entrar o no en la vida del cristiano sino que es el desafío continuo que ha de tener presente hasta que llegue a la presencia del Eterno. El crecimiento en las cosas de Dios no es algo que está al alcance de unos iluminados o unos selectos, sino que es el reto que todos los hijos de Dios tenemos delante desde el momento en el que le conocemos como Salvador. El texto que nos sirve de base, de punto de partida, es bien claro y habla en medio del aviso de la segunda venida de Cristo; cada día el tiempo de ese regreso está más cercano, es más inminente y por lo tanto se nos hace más apremiante el crecer en la gracia y conocimiento de Dios; por así decir, Él no quiere que en el cielo estén hijos suyos que no ahondaron en la intimidad con Él. Como tantas veces he dicho, no salgo de mi asombro al saber que Dios, en su gran amor, quiere que le conozcamos más.

El crecimiento en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo se evidencia de igual forma también en el testimonio que demostramos del estudio de la Palabra de Dios. Como he repetido varias veces en la presente reflexión, no se trata ese crecimiento de una experiencia mística o subjetiva sino que se evidencia en cómo conocemos la Escritura. ¿Cuándo fue la última vez que aprendimos de memoria un texto bíblico? ¿Cuándo fue la última vez que hicimos un estudio bíblico personal a solas de forma constante? El conocimiento de la Palabra no es una cuestión de saber conceptos generales como quien aprende cuatro normas de gramática o aritmética sino de saberla manejar, saberla usar, saber aplicarla a la vida; bien expresivas son las palabras del apóstol Pablo en la segunda epístola a Timoteo (2:15): “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad”. El crecimiento no es la sucesión de experiencias con tinte espiritual pero netamente subjetivas o emotivas sino que el crecimiento es la evidencia de que conocemos la Palabra de Aquel que ha hablado a nuestras almas y nos ha dejado su revelación en esas páginas; precisamente las experiencias subjetivas o emotivas lo que hacen es alejarnos del auténtico crecimiento en la Palabra de Dios y llevarnos al terreno de Satanás y esa, no podemos olvidarlo, es nuestra constante lucha.

Ahora bien, podemos hacernos una pregunta: ¿crecen todos los hijos de Dios de igual forma, del mismo modo? ¿Pueden dos hijos de Dios crecer igual si han comenzado al mismo tiempo su carrera cristiana? La respuesta es que no. La misma naturaleza, y salvando las distancias, nos enseña que dos árboles plantados al mismo tiempo e incluso dándole las mismas atenciones no crecen del mismo modo. Obviamente las diferencias entre las realidades espirituales y las realidades de la misma naturaleza son palpables pero creo que en este caso son ilustrativas. La Escritura nos enseña en el Nuevo Testamento que hay distintos grados de crecimiento, es decir que más o menos tiempo no es sinónimo de más o menos crecimiento. La veteranía o los años con Cristo deben ser solamente el desafío a crecer más en Él nunca la garantía del crecimiento, solamente reto repito, como ya comenté en párrafos anteriores. Todos crecemos de distinta forma cuando conocemos al Señor y eso no es culpa de Satanás (que ya bastante desgracia tiene con ser lo que es) sino que es responsabilidad nuestra particular. Las epístolas nos presentan distintos grados de crecimiento y no debe ser un tribunal humano o la opinión de los demás quien nos califique sino Dios mismo.

Una cosa es la madurez y otra cosa es la edad. Conozco a personas en Cristo bien maduras llevando 4-5 años en sus caminos y conozco a perfectos inmaduros que llevan 50 años. Todos, absolutamente todos, los cristianos tenemos la capacidad y el desafío de crecer; otra cosa es que estemos dispuestos a pagar el precio de ese crecimiento. Si, crecer tiene un precio que hemos de pagar y eso se traduce en hacer morir en nosotros lo terrenal, aquellas cosas de la vieja naturaleza sin Cristo que eran nuestro mundo antes, que eran anteriormente nuestra vida. Crecimiento y renuncia son dos palabras que, por así decir, van de la mano. Si no estamos dispuestos a renunciar a las cosas que nos atan a la vieja vida, es decir, a menguar, jamás podremos crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor. Jesús nos dio la clave del crecimiento al decir: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mateo 16:24). La cruz no es los problemas, o esa persona que no nos cae bien precisamente sino que la cruz es el “yo” nuestro, nuestro egoísmo. La veteranía en la asistencia a las reuniones donde Jesucristo es el centro no es sinónimo de haber crecido en el Señor. Toda la vida es poco para crecer como realmente necesitamos crecer pero es el tiempo suficiente que Dios nos da para que ese crecimiento se produzca.

El crecimiento en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador es, en principio, básico por un sentido de supervivencia espiritual, por un sentido vital de vida en Cristo; la Palabra es bien clara: “desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación” (1ª Pedro 2:2). Si una persona conoce a Dios y pasan los años y se conforma con lo que aprendió el primer día o la emoción que tuvo al tener ese encuentro vital con Jesucristo como Salvador pues corre serios peligros de perder su salvación ya que ésta hemos de cuidarla con temor y temblor, es decir, hemos de crecer para hacer morir en nosotros lo terrenal, que es, en definitiva, el crecimiento en el conocimiento al que aludimos. Un niño recién nacido instintivamente busca alimento; es patético que algunos que un día han dicho seguir a Cristo luego pasen los años y den una sola muestra ni evidencia (“por sus frutos se les conocerá” dijo Jesús) de su crecimiento en la gracia y conocimiento de Dios. No se trata de enjuiciar el crecimiento de nadie sino de ser realistas; obviamente el alimento viene de Dios pero nosotros hemos de buscarlo, de desearlo, de desesperadamente anhelarlo. Así, pues, debe ser no sólo una necesidad sino un deseo por el cual luchemos el crecer en la gracia y conocimiento de Dios.

En 1ª de Juan 2:12-14 leemos: “Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre. Os escribo a vosotros, padres, porque conocéis al que es desde el principio. Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, hijitos, porque habéis conocido al Padre. Os he escrito a vosotros, padres, porque habéis conocido al que es desde el principio. Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno”. Como he apuntado en párrafos anteriores, el crecimiento no es para un grupo de iluminados o selectos sino que es el desafío de todos los hijos de Dios, y como muestran estos textos, más allá de la edad que tengan; entiendo que el texto tiene que ver más que con edad física con edad espiritual, pero aunque fuese física es también igual es el desafío. Crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo hace que podamos vencer al maligno, a Satanás, ya que conocemos mejor las armas de Dios, ya que conoceremos mejor cómo usar la Palabra de Dios. Desde luego que merece la pena aceptar el desafío del crecimiento porque estaremos cumpliendo el deseo de Dios y no hay mayor gozo que cumplir la voluntad del Eterno, aquel que nos amó con amor inefable.

Crecer en la gracia es una evidencia elocuente de salud espiritual; si un niño o un árbol, pongamos por caso, no crecen “algo va mal”. Ver a un niño y no tener una sonrisa es imposible salvo que seamos seres sin sentimientos; ahora bien, si ese niño pasa los años y vemos que no crece, aparte de su deterioro evidente, en nosotros desaparecerá la sonrisa y procuraremos que un galeno le atienda. Crecer es lo más natural que sucede cuando conocemos al Señor como crecer un árbol es lo más natural cuando se siembra; cualquier otra cosa es ir, por así decir, contra natura y cuando vamos contra natura solamente arribamos a la puerta del fracaso. Cuando cultivamos la comunión con el Señor, cuando le servimos fielmente, cuando somos fieles a los preceptos de la Palabra de Dios entonces estamos creciendo en esa gracia y ese conocimiento, entonces estamos dando los auténticos frutos dignos de arrepentimiento de los que habló Jesús (Mateo 8:9). Por supuesto que no todos creceremos al mismo ritmo ni a la misma estatura pero si vamos creciendo espiritualmente estamos saludables y esa salud la envidiará Satanás porque nuestra salud espiritual es la derrota de Satanás, es el triunfo de la nueva vida en Cristo frente a la vida de muerte que teníamos antes de conocer al Salvador.

Cabe hacernos una pregunta en este punto: ¿Por qué hay cristianos que siempre están quejosos y lamentándose? ¿Por qué hay cristianos que murmuran? La respuesta puede parecer fácil o de Perogrullo pero es la respuesta que la Biblia enseña: hay cristianos así porque no crecen. Como apuntaba en el párrafo anterior, al haber atrofia en el crecimiento se desarrollarán una serie de enfermedades espirituales que minarán grandemente la salud espiritual del cristiano. El creyente que no crece es una persona triste, quejosa, murmuradora, entorpecedora del buen desarrollo de la Obra de Dios. Un cristiano feliz no es un cristiano con una sonrisa de dentífrico sino de gozo en el corazón pues conoce a quien le ha salvado, ama a quien le ha salvado y crece en la gracia y conocimiento de quien le ha salvado. Por lo que aprendo de la Palabra estoy seguro que un mayor grado de felicidad y satisfacción espiritual depende de nuestro crecimiento en el Señor. Todos debemos estar insatisfechos con nuestra vida espiritual en el sentido que debemos aspirar a crecer más pero sólo los que crecen están satisfechos de la vida cristiana aunque deseen ser cada día más como Cristo. Un cristiano que crece no va el domingo a la iglesia porque sea domingo, acude a la casa del Señor a buscar su presencia en la comunión con los hermanos; no hace las cosas porque tenga que hacerlas, las hace con el mejor de los gozos sirviendo al que le amó con amor eterno. Un cristiano que crece es un cristiano que toca el cielo cada día aún en medio de los problemas de la vida; un cristiano que no crece es un cristiano que vive como un pordiosero y no se ha enterado que es rico.

Llegados a este punto de la reflexión algo nos asalta y es: ¿por qué crecer? La razón fundamental para crecer es porque ese es el deseo de Dios. En la oración de Jesús del Evangelio de Juan leemos: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé” (Juan 15:16). El objetivo de crecer es que la presencia de Dios, el reino de Dios, se manifieste en un reino de maldad que está corrompido por el pecado. Cuando yo crezco en las cosas de Dios hay gozo en el cielo, el corazón de Dios se regocija; son elocuentes las palabras del profeta Isaías: “verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:11). Muchas veces los seres humanos se esfuerzan haciendo cosas para agradar a Dios y lo que Él espera es que creamos en el sacrificio expiatorio de su Hijo en la Cruz del Calvario y que crezcamos en su gracia y conocimiento. Tenemos, sencilla y llanamente, toda la vida para ese objetivo. Creo que aunque fuese únicamente por contentar a Dios, aparte de los otros beneficios que tiene el crecimiento, es suficiente como para que los hijos de Dios cada día del año procuremos crecer, procuremos ir llegando cada día más a la altura de Cristo.

Saber que Dios quiere alegrarse de nuestra vida creo que es un reto a la vida del cristiano pero también creo que es la mayor bendición que se puede tener. Muchas veces pienso en cómo puedo agradar a Dios; y claro está que sé, como luego veremos, que sirviéndole es una buena forma (de hecho en el servicio crecemos); pero la mejor forma en que puedo agradar a Dios es haciendo su voluntad; puede parece una cosa simple pero es que la vida cristiana, aún con sus grandes cosas, es sencilla. A veces hacemos sacrificios enormes pensando que Dios se puede alegrar con nosotros y nos olvidamos que “el obedecer es mejor que los sacrificios” (1 Samuel 15:22), y obedecer a Dios y crecer en Él debería no digo ser una prioridad sino la prioridad por excelencia en la vida del cristiano aunque sea imperfecto como este que escribe. Hay regalos que puedo hacer a mi esposa y que sé que le encantan; algunos me cuestan cierto sacrificio; y confieso que alguna vez he tenido la decepción de sacrificarme por algo y cuando se lo regalo, aunque amable, me ha dicho: no me gusta; es decir, mi sacrificio no ha valido para nada. Puedes tener una vida religiosa tremendamente sacrificada pero si no has crecido en el Señor el esfuerzo ha sido vano.

Ahora quiero pasar a otro aspecto que veremos desgajado en varias partes. Aunque he apuntado a ello en varios párrafos quisiera ahora pensar en los resultados, digamos, tangibles de ese crecimiento. Mal asunto si solamente ese crecimiento es meramente intelectual; una de las cosas que más me apasionan de la vida en Cristo es precisamente que es algo que puedes vivir cada día, a cada instante pues “Dios no mora en templos hechos con manos humanas” (Hechos 17:24). Si nuestro crecimiento en la gracia y conocimiento de Dios no podemos vivirlo en el diario vivir hemos seguido solamente una buena religión, como todas, pero no habremos entendido la auténtica esencia del Evangelio. Una y otra vez la Biblia nos enseña que la vida en Cristo es eso: vida, que cambia la esencia del ser humano, que transforma el corazón, la mente, el pensamiento, el alma del individuo de una naturaleza pecaminosa a una nueva naturaleza en Cristo. Por supuesto que es un profundo misterio, inexplicable para el ser humano, incomprensible en su plenitud para la mente pero real porque es algo que Dios hace, ha hecho y hará. Cuando digo resultados me refiero a las evidencias que se dan en nuestra vida cuando hay ese conocimiento y crecimiento de una forma real, no solamente de modo intelectual; las palabras de Jesús son bien ciertas: “por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:16) y si el crecimiento no tiene fruto es que hemos estado corriendo tras el viento, es que hemos sido unos excelentes evangélicos pero unos tétricos cristianos.

Así, pues, el primero de los frutos que veremos al ir creciendo en esa gracia y conocimiento es el resultado de que como Cristo va creciendo y nosotros vamos menguando cada día somos más humildes, nuestra humildad es cada vez más patente aunque nosotros no nos percatemos. El deseo de todo cristiano es que Cristo more en abundancia, por medio del Espíritu Santo, en su vida; para que esa abundancia pueda ser efectiva el hijo de Dios debe humillarse, no en el sentido místico, y a veces simplón de la expresión, sino en el sentido real. Es muy interesante que el “agresivo” y rudo Pedro comience su epístola hablando de la condición de su corazón: “siervo” (2ª Pedro 1:1). Jamás se puede ser siervo si no hay humildad y eso es algo que evidenciaremos al ir creciendo en el Señor, al ir dejando que esa plenitud espiritual vaya inundando todas las áreas de nuestra vida. Podemos tener muchos conceptos metidos en la cabeza pero la humildad es algo que tiene que ver con el corazón, con las actitudes más allá de con el intelecto. En cierto modo podemos decir que el mejor barómetro que nos indica cómo va nuestro crecimiento en el Señor; la humildad no tiene que ver con misticismos o modestias que nosotros nos imaginemos sino con una disposición de corazón. Jamás se presume de ser humilde, se es consciente de cuánto falta de Cristo precisamente al ir conociéndole más, al ir creciendo en Él.

La manera verdadera de crecer en la gracia viene marcada por un decrecer simultáneo de nuestra propia estimación, por darnos cuenta cada día que somos menos. Son bien expresivas las palabras del salmo 22:6 al decir: “Mas yo soy gusano, y no hombre“. Hoy en día si alguien dice que se considera gusano provocaría que todos lo que están a su alrededor explotasen en una sonora carcajada; recibiría una tremenda pitada y vería muchas miradas de desprecio. Creo, sin embargo, que las inspiradas palabras del salmista deben ser la meta de todo hijo de Dios, deben ser el espejo en el cual mirarse cada día: si soy algo es por la gracia de Dios, por mí mismo soy mero y miserable gusano. En este siglo XXI que tanto se habla del “súper-yo”, “súper-ego” el desafío que encontramos en la Escritura es al “menos yo”, porque es el desafío a crecer. En el cielo habrá muchos hermanos y hermanas que nunca tuvieron gran conocimiento intelectual de la Biblia, que no alcanzaron metas humanas consideradas de sabiduría pero que fueron unos genuinos sabios porque con su humildad evidenciaron que habían crecido en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Francamente, me gustaría poder evidenciar con el paso del tiempo que Cristo va creciendo en mí, que el Jonathan imperfecto que cada día veo en el espejo se va humillando más para que el Espíritu Santo sea quien gobierne mi vida, que mi templo no sea sólo un desafío sino una realidad.

También se refleja nuestro crecimiento en que cada día que pasa vamos teniendo más fe en el Señor, es decir, descansamos más en Él. Con frecuencia suelo decir, y aún recuerdo la cara de extrañeza en cierta iglesia que visité, que Dios no es poderoso; francamente, en lugar alguno de la Biblia veo que diga que Dios sea poderoso; en cambio, querido amigo lector, si que encuentro reiteradamente que Dios es Todopoderoso. Si pensamos y creemos solamente que Dios es poderoso estaremos pensando y creyendo en Alguien que aunque tiene mucho poder no tiene todo el poder; el Dios que encuentro en las páginas de la Escritura es el Dios que no sólo tiene mucho poder sino que lo tiene todo; y cuando uno lo conoce, cuando uno crece en amor hacia Él va teniendo cada día que pasa más y más fe en Él; por así decir, se lo cree uno más a Dios. Es muy interesante la experiencia de David cuando tiene aquel golpe de estado de parte de su hijo; en medio de toda la confusión, de todo el caos, David demuestra que conoce a Dios y expresa: “Yo me acosté y dormí, y desperté, porque el Señor me sustentaba” (Salmo 3:5) ¡eso es fe! La fe hace que nuestra vida no sólo descanse en Dios sino que dependa de Dios total e íntegramente más allá de las circunstancias. Podremos darnos cuenta de cuánto crecemos cada vez que veamos cuánto dependemos o no de Dios.

Cuando digo que cada día vamos teniendo más fe quiero significar también que cada vez vamos conociendo más el corazón de Dios. T.S.Nee en uno de sus libros dice que cuando oramos el corazón de Dios y el nuestro están yendo a la misma velocidad. Eso es ir creciendo en el conocimiento y la gracia de Dios; es conocer más, por la fe evidentemente, el corazón de Dios. Muchas veces hay hermanos y hermanas que preguntan: ¿cómo sé cuál es la voluntad de Dios? La pregunta no sería hecha si realmente se estuviese, aunque fuese muy poco y muy lentamente, creciendo en la gracia y conocimiento del Señor porque cuando vamos creciendo, aunque a veces tengamos dudas o dificultades en reconocerla, cuando la encontramos lo sabemos de modo indudable. Al ir conociendo más a Dios nuestra fe crece y sabemos mejor cómo responde Dios a nuestra vida; por supuesto que siempre nos probará e incluso en algunos momentos tardará en responder pero el fiel cristiano sabe que Dios siempre responde aunque no sea cómo imaginó o pensó antes. Al conocer más el corazón de Dios nuestra fe irá creciendo y será cada día mayor para gloria y honra del que nos amó con amor eterno.

Suelo aconsejar, por experiencia propia, hacer una parada en el camino una vez al año varios días, es decir, tomar uno unos días para si para meditar y reflexionar y analizar cómo ha sido el último año, para escucharse uno a uno mismo (en este mundo de tantos ruidos a veces no nos oímos a nosotros mismos) y para analizar hasta qué punto el conocimiento de las cosas de Dios van cambiando y moldeando nuestra visión de la vida, nuestra forma de hacer las cosas. Por supuesto que en esa parada consideraremos que nos falta mucho (mal asunto si no lo apreciamos) pero si somos honestos con nosotros mismos y pedimos que Dios nos permita ver nuestro interior nos daremos cuenta que seguro que hay cosas que hemos crecido en ese tiempo porque aunque sea, permítaseme la expresión, en algún gramo que otro iremos viendo que la presencia de Dios es más patente que antes, que el gusto de Dios, la visión de Dios va siendo también la nuestra. El crecimiento va inundando nuestro ser y nuestra fe en el Señor crece. Para llegar a las cumbres del amor que muestra la Escritura necesitamos primero transitar el camino de la ladera de la fe.

En Filipenses 3:13-14 leemos las siguientes palabras del apóstol Pablo: “Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús”. El crecimiento, pues, también se evidencia en tener siempre, cada día valga la expresión, una mayor santidad de vida. Nos damos cuenta que ciertamente no sólo nuestra ciudadanía está en los cielos sino que poco a poco vamos más viviendo como lo que somos: personas empadronadas por el sacrificio de Cristo en el cielo. Cuando hablamos de tener mayor santidad de vida nos referimos a tener claro cuáles son los principios y las cosas que Dios desea; es imposible decir que hemos crecido en el Señor si, pongamos por caso, nos importa muy poco cómo están nuestros hermanos en la fe; si no tenemos la compasión que tuvo Cristo por los perdidos, por poner dos sencillos y frecuentes ejemplos. Cuando algo está escogido, separado, ni se le toca y precisamente al ir conociendo más al Señor procuraremos no contaminarnos con el pecado ni de lejos, si se me permite la expresión. Es bien expresiva la Escritura al decir: “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14) Es bien interesante el binomio que se nos presenta: a veces pensamos que la paz poco tiene que ver con la santidad pero es que van de la mano; la paz no es aguantar todo, o seguir la corriente pero haciendo lo que nos dé la gana, sino que la paz auténtica que Dios nos demanda tiene que ver con nuestro grado de crecimiento en Él en esa santidad que se nos exige a los hijos de Dios. En unos tiempos donde todo se relativiza tanto Dios sigue esperando que su pueblo fiel sea santo, es decir, apartado para Él.

El crecimiento espiritual se traduce también en nuestro grado, digamos, de apetito por las cosas espirituales. Duele ver cómo a veces hay hermanos que forman un conflicto porque el sermón se alargó cinco minutos. Me atrevo decir que clama al cielo cuando algunos llamados cristianos desconocen la Palabra de Dios; aparte de la incultura bíblica que existe en muchos hijos de Dios creo que hay una apatía enorme porque se ha confundido crecimiento con santurronería. El autor del salmo fue conciso y claro al decir: “mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos. Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad” (Salmo 84:10). Quiero dejar claro que el apetito espiritual no es ser, como se dice en España, “ratón de iglesia”, es decir, un beato que “chupa” todas las reuniones, se sabe el cancionero o himnario de cabo a rabo y conoce la historia de la iglesia mejor que la talla de su ropa. Tener apetito por las cosas espirituales es tener amor a la Palabra de Dios, servir a los demás como Cristo les serviría y estar ocupando la función que Dios nos dado dentro de su Cuerpo, es decir, desarrollando los dones que Dios nos ha otorgado. ¡Qué triste ver el tedioso espectáculo de cristianos que asisten a las reuniones pero no tienen apetito por el Señor!

Precisamente porque Dios es amor (1ª Juan 4:8) el cristiano que realmente crece en su gracia y conocimiento va evidenciando poco a poco mayor amor, amabilidad, generosidad, consideración y sacrificio, es decir, que refleja (me atrevo a decir “casi sin querer”) las virtudes de Cristo. Seguramente seré un poco repetitivo pero insisto en que tener amor o amabilidad no es una actitud de misticismo sino que es reflejar el carácter de Cristo, es mimetizarnos tanto con Él que los demás pueden decir: “veo a Cristo en tal hermano”, no soy yo quien debe decirlo de mi. Un hombre se casó siendo joven aún y tenía una cojera en su pierna izquierda; le gustaba pasear y caminar con su esposa; obviamente para ir dos personas juntas han de ir al mismo ritmo; el caso es que con los años la esposa cojeaba igual que él; lo que había sucedido es que se había mimetizado tanto con el andar de su esposo que los dos, aunque estuviesen lejos, caminaban al mismo ritmo. Y creo, salvando las lógicas diferencias, que eso es precisamente crecer en el amor, en la generosidad, en la consideración y sacrificio: caminar como Cristo caminaría. Mal asunto si con el paso de los años no tenemos más amor, si con el paso de los años no caminamos como Cristo camina.

Es bien curioso, y triste también a la vez, observar el poco (quizá debería decir nulo) deseo de sacrificio que tienen hoy muchos cristianos, y obviamente no podemos decir que sean todos, gracias a Dios. Pero es lamentable, insisto, en el poco grado de compromiso y sacrificio que los integrantes del pueblo de Dios tienen en el tiempo presente; se cree que se tiene un compromiso con la iglesia local, que es bueno tenerlo, pero el compromiso es con Dios, y se rompe ese pacto como si fuese algo baladí, algo sin importancia. La experiencia me ha enseñado que muchos cristianos piensan (aunque obviamente nunca lo dirán) que un compromiso con Dios es algo tan serio como quedar para hacer deporte una tarde con los amigos y si no vas no pasa nada. Los cristianos hoy tienen poco deseo de sacrificarse, tienen pocas ganas de triunfo; quieren una vida espiritual cómoda; es bien interesante lo que Pablo expresa despidiéndose de los Corintios: “Velad, estad firmes en la fe; portaos varonilmente, y esforzaos” (1ª Corintios 16:13). Rebajamos el nivel de esfuerzo, bajamos el listón del sacrificio porque no estamos alimentándonos del Pan de Vida, no estamos creciendo en su gracia y conocimiento. El deseo de sacrificio no debe ser una bonita historia de nuestros antepasados en el evangelio, de nuestros predecesores en los caminos de Dios, una historia recordada en no sé qué aniversario, sino que debe ser la experiencia diaria actual de todo el pueblo de Dios, un pueblo que desea conocer y que ama más a Aquel que es la Cabeza de todo el Cuerpo.

El mismo apóstol Pedro nos enseña otra de las evidencias de ese crecimiento en Cristo; él dice: “vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1ª Pedro 2:9). Un cristiano que realmente crece en el Señor tiene mayor celo por las almas perdidas. Por supuesto que no todos seremos evangelistas; admiro, confieso sinceramente, a aquellos que son evangelistas natos; obviamente es su don pues Dios da dones a todos sus hijos pero todos los hijos de Dios estamos llamados a tener pasión y compasión por los perdidos. No hay estadística, supongo que solamente Dios lo sabe, pero en cielo habrá muchos que nacieron de nuevo por el trabajo de hijos de Dios que no eran evangelistas precisamente pero si que asumieron como suyo el desafío presentado por Pedro de “anunciar las virtudes de aquel que nos llamó a de las tinieblas a la luz fantástica”. El mejor anuncio debe ser nuestra vida, pero no podemos quedarnos dormidos en eso y no tener celo por los que se pierden; quizá no tengamos el don de hablar o compartir fluidamente pero podemos reflejar ese celo con nuestras acciones, a veces pequeñas o, aparentemente, desapercibidas; recordamos lo que Jesús dijo sobre que ni un vaso de agua dado en su nombre dejará de tener su recompensa (Mateo 10:42). Creo que en el cielo habrá muchos que conocieron el evangelio no por un largo, elaborado y eficiente sermón, sino por muchos “vasos de agua”, muchas acciones de servicio que hijos de Dios un día hicieron porque tenían celo por aquellos que están destituidos de la gloria de Dios.

El crecimiento en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo se evidenciará, pues, en ese celo por las almas perdidas pues al conocer más a Cristo vamos teniendo no sólo pasión por su Obra sino compasión porque los perdidos son como ovejas sin pastor (Mateo 9:36). La compasión no podemos tenerla si no conocemos a Cristo y es imposible no tener compasión por los perdidos si realmente tenemos a Cristo; aunque parezca un juego de palabras es toda una realidad. La compasión por las almas perdidas es imposible tenerla si no vamos conociendo más a Jesús; podemos tener buenas intenciones, podemos hacer grandes actos incluso de tinte evangelístico pero serán actos meramente religiosos, actos meramente rituales, que no llevarán, permítaseme la expresión, ni un gramo de compasión. Por otro lado, es imposible no tener compasión por los perdidos si realmente vamos creciendo en Cristo porque al ir creciendo en él vamos teniendo su visión de las cosas, tenemos su mente (1ª Corintios 2:16) y al pensar como Cristo piensa tenemos sus mismos sentimientos, tenemos su misma óptica de la vida. Cuando el pueblo de Dios pierde la visión de la compasión el pueblo de Dios está olvidándose del auténtico objetivo para el que Cristo le ha hecho pueblo: anunciar las virtudes de Él.

La compasión y el compromiso por los perdidos evidencia nuestro grado de espiritualidad más de lo que imaginamos. No quiero, pues no es el objetivo, hacer un análisis del crecimiento de muchas iglesias pero la historia enseña que solamente aquellas congregaciones que se esfuerzan por llevar el Evangelio a los perdidos son las que crecen; supe de una iglesia que no quiso ampliar sus instalaciones vaya que se convirtiese más gente y eso sería, decían, problemático para su congregación; tétrica decisión para esa iglesia pues estaba firmando su ocaso, su destrucción y, lo que es peor aún, estaba buscándose el justo juicio de Dios. Por supuesto que el crecimiento lo da Dios y hay una responsabilidad en el alma que escucha el evangelio en aceptar o en rechazar éste pero es nuestra responsabilidad el evangelizar en todo momento; desafiantes para este cristiano imperfecto son las palabras del apóstol Pablo: “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!” (Romanos 10:14-15). El problema del crecimiento de las iglesias no es porque la sociedad sea cada vez más materialista sino porque el pueblo de Dios no tiene tanto crecimiento en Cristo como para tener compasión por los perdidos.

Luego de haber visto, auque sea brevemente, algunas evidencias de ese crecimiento quisiera abordar otro aspecto que creo importante no dejarlo en el tintero aunque mi reflexión sea más larga de lo habitual. Quisiera pensar ahora en los medios para ese que ese crecimiento sea algo efectivoo, sea algo práctico, no sea algo meramente teórico o intelectual. A este respecto, como apuntaba en el párrafo anterior, quisiera decir en primer lugar que una pauta que se ha repetido a lo largo de toda la historia es que el hombre ha descuidado su relación con Dios y que el cristiano, a pesar del cambio operado por Cristo en su vida, tampoco se esmera mucho más luego en ahondar en esa relación. Es práctica habitual que muchos cristianos se queden con cuatro principios básicos que aprendieron cuando tuvieron su experiencia vital con Cristo, como comenté anteriormente en esta misma reflexión, pero que luego se despreocupen. La ordenanza de Pedro que sirve de eje central a esta meditación es una ordenanza tajante y contundente: hay que crecer o crecer, es decir, no es una posibilidad o una ilusión el crecimiento sino que es una orden de Dios; como tal, francamente, entiendo que hemos de cumplirla. Pero conmueve lastimosamente comprobar cómo muchos cristianos se conforman con la reunión del domingo en su iglesia y el resto de la semana viven vidas alejadas del crecimiento en Cristo.

Aprendo en la Escritura que Dios quiere que todos sus hijos crezcan. ¿Qué clase de Padre sería si hiciese favoritismo entre sus hijos y caprichosamente señalase a unos diciendo: quiero que estos crezcan más? Como he dicho, obviamente no todos creceremos igual pero si que Dios quiere que todos crezcamos; la Escritura es bien clara: “El alma del perezoso desea, y nada alcanza; pero el alma de los diligentes será prosperada” (Proverbios 13:4). No perdemos nuestra condición de hijos de Dios pero solamente podrán llegar a cotas altas en la carrera cristiana aquellos que son diligentes en buscar a Dios, en aprender de Él. Es muy interesante, a la vez que tristísimo, el espectáculo que ofrecen cristianos que llevan años en el evangelio pero que son, usando el texto de Proverbios, unos auténticos perezosos y que pasan los años y no alcanzan nada, como mucho alcanzan a disparar murmuraciones, a poner zancadillas, a aquellos que son prosperados en el Señor. El deseo de este cristiano imperfecto que escribe es que todos los cristianos lectores sean del segundo grupo que refleja el texto bíblico referido y que seamos, como tantos personajes que desfilan por las páginas de la Biblia, prosperados en el sentido más bíblico y divino de la expresión.

Y la pregunta sigue en el aire: ¿cómo puedo yo alcanzar ese crecimiento que el apóstol Pedro indica? Como he indicado Dios quiere que crezcamos y pone los medios para ello; eso no quita ni un ápice de nuestra responsabilidad y, por lo tanto, entiendo que lo primero que el cristiano tiene que hacer es ser responsable de cómo usa esos medios. Las palabras del apóstol Santiago siguen siendo realidad aún hoy en nuestros días: “si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada. Pero pida con fe” (Santiago 1:5-6). Dios da muchos recursos, no vamos aquí a hablar de la grandeza de recursos que el Creador tiene a disposición de sus hijos pero si que creo es necesario que con la sabiduría que Él nos da sepamos hacer un uso responsable de los mismos.  Cuando le aceptamos, por así decir, Dios nos dice: “tienes todo para ti, tu administra”; no podemos olvidar que somos mayordomos de todo lo que recibimos de Dios, y eso no tiene que ver únicamente con la cuestión material o intelectual sino que abarca, además, nuestro crecimiento; en cierto modo es como si nos dejase entrar a la cocina de los cielos y nos dijese: come lo que quieras; claro, habrá quien se conforme con cositas que llenen la barriga pero no alimenten, otros que se centrarán en una cosa solamente, pero nunca es culpa ni del cocinero ni del alimento sino de quien los ha ingerido. Mis hermanos lectores, somos responsables de cómo administramos las bendiciones y recursos que Dios da para nuestro crecimiento.

La forma más sólida, efectiva, y duradera para crecer en el Señor es huir de todo sensacionalismo; una vez más el texto bíblico es sumamente esclarecedor: “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad. Pero tú, Daniel, cierra las palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin. Muchos correrán de aquí para allá, y la ciencia se aumentará” (Daniel 12:3-4). Cada día que pasa, tristemente, voy viendo cómo muchos cristianos fundamentan su experiencia cristiana no en las enseñanzas de la Palabra sino en el subjetivismo puro y duro, en meras experiencias que no se pueden sustentar en la Escritura. El centro de las reuniones debe ser la Palabra de Dios, no otra cosa; cuando eso falla luego, en consecuencia, no será Dios el centro de la vida del cristiano; si nuestras reuniones no tienen como centro al Señor es porque nuestras jornadas tienen como centro a cosas que, aunque pueden ser honestas, no son la persona de Cristo. A veces ese sensacionalismo se basa en actividades, tener la agenda llena de cosas para hacer, que hay tanto por hacer que nos olvidamos que es el Espíritu Santo quien debe marcar nuestra agenda; otras veces el sensacionalismo pasa por un “quiero sentirme a gusto con la alabanza” y, Dios sabe que no tengo nada contra la alabanza y la considero imprescindible, vivimos de sentirnos a gusto en el cántico repetido incesantemente hasta llegar al estado de hipnotismo general.

Me duele ver cómo hay cristianos que van de un lado a otro sencillamente buscando tener experiencias de tinte espiritual pero donde Dios no figura sino el hombre. Daniel lo adelanta: “Muchos correrán de aquí para allá”. Hace algún tiempo aparecieron por la congregación en la que sirvo a Dios unos hermanos, entiendo que honestamente, diciéndome que querían venir porque sabían que allí estaba la presencia del Espíritu Santo y que ellos iban donde sabían que estaba el Espíritu Santo. La frase así sin más pues puede parecer sin trasfondo pero lo que estos hermanos escondían, entre otras cosas, era un deseo de no sujetarse a ninguna congregación, de vivir a su aire sin estar bajo la obediencia de una iglesia local. Lamentablemente estos hermanos (y pongo este ejemplo porque en todos los casos ocurre igual) son conflictivos y muchas veces son un auténtico tropiezo para hermanos sencillos que si están interesados en crecer en el Señor. Cuando uno habla con estos, con todo respeto lo digo, “iluminados” lo único que encuentra es a gente que no quiere crecer en el Señor y cuya única aspiración es hacerse notar allá donde van y no sujetarse a nada. Vivir del emocionalismo es como querer ser alimentados chupando solamente el cuchillo de cortar el pan y no probar bocado de éste.

Por supuesto que somos seres con emociones y un grado de emoción tiene que haber en nuestra vida; Dios nos creó así, pero no podemos vivir de las emociones que es bien diferente y distinto. Por supuesto que tiene que haber un cierto grado pero hacer de la emoción el eje de nuestra vida cristiana es todo un absurdo como acabo de indicar en el párrafo anterior. Las emociones, como decía Daniel, nos llevan de aquí para allá y nunca nos harán estar estables en las cosas de Dios. Siglos más tarde el apóstol Pablo escribe a los Efesios y les dice lo siguiente: “no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor” (Efesios 4:14-16). Fijémonos que para el apóstol Pablo la inestabilidad es la antítesis del crecimiento en Cristo. Cristianos inestables son cristianos que sabrán, tal vez, una serie de textos o frases bíblicas pero que conocen realmente poco al Dios que se revela al hombre y le invita a crecer en su gracia y conocimiento. Cristianos inestables son cristianos que llevarán años en las iglesias pero habrán crecido poco en el Evangelio.

No podemos, tampoco, crecer si no somos personas que meditan en la Palabra de Dios, incluso en las peores circunstancias de nuestra vida como puede ser la enfermedad. Es triste que la prueba de la enfermedad sea la “razón” (léase excusa) para que algunos se alejen de los caminos de Dios. El salmista es tremendamente elocuente al decir: “Meditad en vuestro corazón estando en vuestra cama, y callad” (Salmo 4:4). Sin este requisito el progreso espiritual se convierte en imposible. Con los años que llevo en el camino de Cristo he aprendido que la meditación no solamente es necesaria sino que es vital, que forma parte imprescindible del crecimiento más allá de lo que imaginamos a simple vista. Meditar es buscar el sonido de Dios en medio de los ruidos de nuestra vida; meditar es buscar la voz de Dios en medio de tantas voces que cada día escuchamos; meditar es buscar la luz de Dios en medio de tantas luces falsas que cada día se encienden. El binomio meditar y callar es inseparable porque si no dejamos hablar a Dios, es decir, si no callamos, no podemos escuchar su voz. Meditar en la cama tiene que ver con buscar a Dios en todas las circunstancias de nuestra vida más allá de los ajetreos de nuestros compromisos u obligaciones. Es, pues, este un buen medio para crecer más en el conocimiento de nuestro Señor.

Otro medio útil, y también imprescindible, para el crecimiento al que somos llamados es la asistencia regular a las reuniones de la iglesia local. Ahora bien, cuidado con caer en el costumbrismo. Hace poco oí la siguiente frase que dijo un predicador y que me parece toda una llamada de atención: “¿Hasta qué punto tu adoración no se ha convertido en un rito?”. Si, como apuntaba en otro párrafo anterior, es necesaria la alabanza pero cuidado no caigamos en rituales cristianos, en formulismos religiosos, que sabemos ya de antemano qué se va a decir o qué se va a hacer y por ello perdamos la frescura. La rutina hace las cosas sin sentido, pierde el interés por lo que realiza. Es curioso que las autoridades de tráfico siempre avisen que la mejor forma de evitar accidentes es poniendo toda la atención en los viajes rutinarios; espiritualmente es aplicable eso: cuando caemos en la rutina perdemos la bendición del crecimiento. Las reuniones, estoy convencido, son una genial forma de abrir nuestra mente y nuestra mira en las cosas de Dios pero debemos cuidar no caer en la sutil trampa que Satanás nos tiende de la rutina. Recuerdo la frase aquella de una jocosa historia, donde luego de un sermón bien enrevesado, alguien se acercó al pastor y le dijo: “no entendí nada de la predicación pero fue una bendición”.

Así, pues, la forma de evitar la rutina, el tedio, es avivando constantemente el fuego del primer amor. La iglesia de Éfeso era una iglesia que nos daría muchas lecciones hoy en día a muchos, seguramente; entresacamos lo que Dios dice a esta iglesia en Apocalipsis 2:3-4 “has sufrido, y has tenido paciencia, y has trabajado arduamente por amor de mi nombre, y no has desmayado. Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor”. Era una iglesia tremenda, con un historial genial del que podían, en su sentido más noble, sentirse orgullosos pero perdieron el fuego del primer amor; por eso es imprescindible no dejarlo apagar. Lo apagamos poco a poco como expresa el apóstol Pablo (1ª Tesalonicenses 5:19) y solamente lo podemos tener avivado con el continuo crecimiento en las cosas de Dios. Sin fuego no puede haber crecimiento y con crecimiento siempre hay fuego. Hablando de las ofrendas es interesante lo que leemos en Levítico 6:13 “El fuego arderá continuamente en el altar; no se apagará”. La mejor ofrenda que podemos hoy en día dar a Dios es una vida entregada, una vida consagrada a sus cosas, una vida que busca agradar más a Cristo cada día; y el altar de nuestro corazón siempre ha de estar caliente, no puede enfriarse, siempre tiene que tener del calor de la presencia de Dios en nuestro sacrificio vivo santo, agradable a Dios que es nuestra existencia (Romanos 12:1).

Algo que puede ser toda una bendición del cielo o una maldición del infiernos son las amistades. No voy a hacer una reflexión en este momento sobre la importancia de las relaciones con nuestros semejantes pero si que quiero dejar bien claro que escoger una amistad es escoger parte del camino de nuestra vida. Me llamó la atención una frase que leí que decía: “Si queréis formar juicio acerca de un hombre, observad quiénes son sus amigos” es una frase atribuida al clérigo y escritor del siglo XVII-XVIII Fénelon; francamente, creo que tenía razón. Los amigos delatan cómo somos, qué clase de gustos tenemos, cómo nos movemos, cómo somos de maduros o de inmaduros; hace no mucho tiempo, una madre me contaba cómo eran unos amigos de su hijo y me dijo: “son como él”. Cuando alguien nos pregunta cómo somos podemos responder: mira a mis amigos, así soy yo. Si, querido amigo lector, nuestras amistades son como nosotros más de lo que imaginamos; influyen decisivamente en nosotros y dejan esculpido una parte de ellos en nosotros. Luego de elegir quién será nuestro cónyuge la decisión más importante, desde el punto de vista humano, es escoger nuestras amistades. Muchos hijos e hijas de Dios han destrozado su carrera cristiana por las amistades que escogieron.

Imagino que, a pesar de mi manifiesta, reconocida y sincera imperfección, estará de acuerdo conmigo el cristiano lector en que seguir a Dios y sus mandamientos no son nada fácil en este mundo en el que vivimos; evidentemente sin esos preceptos y sin conocer a Dios la vida no merece la pena ser vivida; a este respecto animo al lector a leer, aunque extenso, el salmo 119. Por eso creo que es no sólo importante sino que es de carácter imprescindible el pedir a Dios sabiduría a la hora de escoger nuestras amistades porque pueden ser un agravante más a la hora de esa dificultad a la que acabo de aludir. El ejemplo, sin ir más lejos, de Job puede ser ilustrativo; le mueren los hijos, queda la esposa que, seguramente, incluso con buen corazón le dijo aquella necedad (Job 2:10) y luego le llegan las tres prendas aquellas de amigos que tenía y cada uno, con un discurso razonado y “teológicamente correcto” muestras mucho conocimiento pero poco amor. ¡Cuánto daño pudieron ser para Job si éste no hubiera estado seguro de en quien creía! Sansón escogió malas amistades y sabemos su terrorífico final. Me atrevo a animar al lector a leer una reflexión titulada “David”  que encontrará en esta misma web donde comparto acerca de la importancia de las personas que tanto influyeron en la vida del salmista.

Muchas veces a la hora de escoger amigos nos fijamos más en si nos ríen las gracias o en si nos siguen la corriente y luego, cuando realmente descubrimos lo que son nos tiramos de los pelos. Hace años leí lo siguiente escrito por Thomas Brooks, pastor cristiano del siglo XVII que escribió lo siguiente: “Escojamos como nuestros mejores compañeros a aquellos que han hecho de Cristo su mejor compañero. Más que lo externo de las personas miremos lo que hay en su corazón, apreciemos su valía interna”. Los cristianos deberíamos y debemos tener un exquisito cuidado a la hora de escoger nuestras amistades; no estoy diciendo que no debamos tener amistad con personas no cristianas, no, no digo eso ni por asomo; si que digo y predico y escribo que debemos tener la visión de Dios para escoger las amistades porque pueden ser todo un acicate para conocer más en la gracia y conocimiento de nuestro Señor o pueden ser el imán de Satanás para arrastrarnos fuera de los caminos de Dios y destruir nuestras vidas. Confieso que es algo que he tenido que aprender luego de muchas lágrimas vertidas porque he escogido ciertas amistades que son puro instrumento de Satanás y han sido un lastre en mi crecimiento y carrera cristiana. Razón tienen las palabras, aunque sean casi cuatro siglos después, de Brooks al decir que escojamos como nuestros mejores compañeros a aquellos que han hecho de Cristo su mejor compañero; cuando Cristo realmente es el amigo común de nuestros amigos podremos tener una amistad genuinamente bendecida: será nuestra bendición y nosotros seremos su bendición. Cualquier otra cosa es no crecer en la gracia y conocimiento de Dios y estar dándole lugar a Satanás.

Creo que la chispa que puede encender el fuego del crecimiento es la oración y la leña será la lectura de la Palabra. Por supuesto que son buenos y esenciales tener buenos libros cristianos, aunque no todo lo llamado cristiano sea necesariamente edificante. Pero jamás podremos crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador si no dedicamos tiempo a la oración. Ya he apuntado a este aspecto con anterioridad pero creo esencial volver a reafirmarlo ya en la recta final de esta reflexión. Una de las mayores lecciones que uno puede tener en el crecimiento es la vida de oración, ver cómo las oraciones son contestadas conforme a la voluntad de Dios, comprobar cómo Dios no echa en saco roto las peticiones de nuestro corazón; eso robustece nuestra fe, eso nos lleva a vivir de victoria en victoria: “Deléitate asimismo en el Señor, y él te concederá las peticiones de tu corazón. Encomienda al Señor tu camino, y confía en él; y él hará” (Salmo 37:4-5). No puede haber deleite en el Señor si no hay crecimiento y con el crecimiento vendrá un mayor regocijo en las promesas de Dios cada día, en saber, comprobar y vivir no como concepto teórico o como concepto bíblico sino como parte de nuestra existencia que Él es fiel para hacer todo más abundantemente de lo que pedimos o entendemos por medio del Espíritu Santo como bien señala la Escritura (Efesios 3:20).

Ahora bien, oración solamente sin lectura y meditación de la Palabra pueden hacernos caer en el subjetivismo. Lamentablemente cada vez más me encuentro a cristianos que me dicen: “me siento bien orando pero me cuesta mucho leer la Biblia”. Bueno, eso es tan absurdo como si el día dijese: no me gusta que sea mediodía porque calienta el sol, o no me gusta que sea la tarde porque enfría. Hay cosas que no pueden desasociarse y una de ellas es la oración y la lectura de la Palabra. Con solamente oración podemos caer en el subjetivismo, podemos estar simplemente desahogándonos, pero con la lectura y meditación de la Escritura encontraremos respuestas de Dios, encontraremos el antiguo consejo de Dios aún válido en nuestros tiempos. Me sorprende cuando algunos hermanos dicen que tienen el don de la oración; eso es como si en una familia unos hijos tuviesen derecho a hablar con sus progenitores y otros no; otra cosa es la intercesión, que no todos tienen el don de ponerse en la piel de otro, pero la oración es un derecho que todos tenemos. Vuelvo a invitar al lector a considerar el salmo 119 a este respecto; no entresaco texto alguno aquí porque, francamente, creo que sería necesario leerlo entero. El auténtico cristiano de oración basa su diálogo con el Eterno en el conocimiento de la Escritura.

También creo que el cristiano tiene que ser una persona inconformista. Hay muchos cristianos que se conforman con saber que Dios les ha salvado, que tienen la eternidad en el cielo y que el Señor les cuida cada día. No está mal saber eso pero eso es solamente, digamos, lo netamente básico de la vida cristiana. El crecimiento en la gracia y conocimiento de Dios nos lleva a ahondar más en las riquezas de Dios y a vivir plenamente como Dios quiere que vivamos nuestra nueva vida. Me sorprende, con dolor lo digo, que muchas veces cuando uno trata de animar o corregir a algún hermano, te vengan enseguida con el peregrino argumento de lo básico y sus miras no vayan más allá; digo que me duele porque observo en la Escritura que la vida en Cristo es apasionante, no mezquina; es profunda no superficial; es ancha no estrecha, es maravillosa y gozosa no pusilánime. El cristiano que se conforma con lo que sabe es un cristiano que no llegará a altas metas en la vida en Cristo, es un cristiano que no negociará con sus talentos (Mateo 25:14-30) y, lo que es más triste, habrá perdido la bendición de poder ir degustando en la tierra porciones de cielo que Dios quiere que experimentemos y vivamos. Hoy, más que nunca, resuenan en nuestro corazón las palabras del profeta y del apóstol: “El justo vivirá por la fe”  (Habacuc 2:4; Romanos 1:17). Ser un cristiano inconformista es ser un cristiano que ensancha sus tiendas, que alarga sus horizontes, que sigue apasionadamente a Cristo y que vive por fe en medio de una marea humana de indiferencia.

Un cristiano inconformista es un cristiano que ora cada día, que medita la Palabra cada día, que busca cada día la presencia y voluntad de Dios y que vive en el Señor y para el Señor. Creo que un cristiano inconformista fue el apóstol Pablo; sus palabras son elocuentes: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia… Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Filipenses 1:21; Gálatas 2:20). Creo que es una meta, no un ideal utópico, lo que nos plantea el apóstol en estas dos expresiones. Pablo fue un, me atrevo a calificar, perfecto inconformista pues únicamente se conformaba en ser como es Cristo. Cuando nos conformamos a otra cosa, cuando adoptamos otro molde estamos perdiendo el norte de la vida cristiana, estamos perdiendo la esencia del genuino cristianismo; la renovación viene dada cuando el único molde que queremos tener es el de Cristo, no es de la religión o denominación o la historia (Romanos 12:1-2). Nunca puede haber crecimiento si somos capaces de adaptarnos a lo que sea, aunque tenga barniz cristiano. Ojalá el día que cada lector se presente pueda decir: “he estado crucificado juntamente con Cristo y todo lo he vivido en la fe y por la fe”. Confieso que esa es, al menos, una de mis metas.

El desconocimiento de Dios lleva a la persona, y esencialmente al cristiano, a minusvalorar la autoridad del Creador, el poder del Todopoderoso. Cuando no apreciamos el auténtico valor de Dios nos despreocupamos de crecer y si no crecemos es que algo anda mal, algo no funciona en nosotros. Es muy interesante lo que el profeta Sofonías dejó reflejado en el libro que lleva su nombre: “Acontecerá en aquel tiempo que yo escudriñaré a Jerusalén con linterna, y castigaré a los hombres que reposan tranquilos como el vino asentado, los cuales dicen en su corazón: Dios ni hará bien ni hará mal” (Sofonías 1:12). Eso tan oído y manido de que Dios es tan bueno que al final hará que todos vayan al cielo es, ante todo, una soberana evidencia de la más supina ignorancia de las cosas de Dios. Dios es bueno pero no es tonto; Dios es bueno pero es Juez justo. Pensar que le damos igual a Dios, pensar que da igual crecer que no crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es ser un auténtico necio. Pero, sobre todo, el no querer crecer es un síntoma de que la vieja naturaleza sigue siendo dueña de nuestra vida y Dios es Señor solamente de nombre no de hecho.

Ahora bien, aunque casi voy terminando ya mi reflexión faltaría a la verdad si no compartiese un pequeño dato más. Muchas veces, cuando predico públicamente, suelo decir que no me gusta echar a peder el gozo a nadie pero uno debe decir lo que la escritura enseña, evidentemente. Nunca podrá haber crecimiento si no hay pruebas, sin vencer en medio de las tentaciones y tribulaciones. No traeremos ahora la vida del apóstol Pablo pero animo al lector a leerla y verá que aquel siervo de Dios creció tremendamente porque estuvo dispuesto a sufrir lo que hiciese falta por amor al que le amó desde antes de la fundación del mundo. Jesús dejó bien claro el tema: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto” (Juan 15:1-2). Hay una expresión clave: “lo limpiará”, es decir, quitará de nosotros aquellas cosas que impidan que lleve más fruto. Los árboles necesitan ser podados; cuando la sierra los atraviesa éstos sufren, pero sin ese sufrimiento los árboles terminan pudriéndose y muriendo. Un cristiano que no es podado por el Señor es un cristiano que terminará agotado y con una vida espiritual cero. Las pruebas son necesarias para nuestro crecimiento y al superarlas veremos cómo vamos creciendo en el Señor, cómo vamos enamorándonos más del que nos amó primero. No se trata de estar todo el día pensando que la vida cristiana es “un valle de lágrimas” pero si estar dispuestos a pasar la tribulación y no abandonar el barco de la fe en medio de esas tormentas.

Cada día tiene su propia problemática, como señala la Escritura, cada generación tiene sus diferencias, sus metas, su cualidades y sus defectos. Ahora bien, más allá de los tiempos que nos toquen vivir crecer en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo debe ser no sólo la aspiración sino la vivencia de cada hijo auténtico de Dios. Sé que han quedado muchas cosas por ampliar y explicar mejor pero creo que las expuestas pueden animar al lector a ahondar más en este apasionante tema que la Escritura nos muestra por medio del transformado Pedro. El apóstol Pablo escribe a los Colosenses: “que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses 1:10). Concluyo mi reflexión animando a que cada uno de los hermanos lectores pueda asumir este desafío, esta meta, este mandamiento, esta bendición. No tenemos palabras suficientes para darle gracias a Dios por su amor, inmenso amor, y creo que la única forma que podemos hacerlo es creciendo en su gracia y conocimiento. Al fin y al cabo Él solamente espera que lleguemos a amarle como nos ha amado a nosotros, pues su pueblo es la Esposa del Cordero. Ojalá que tu y yoOjalá de ti, de mi, el día que lleguemos a Su presencia podamos oír: “este creció en mi gracia y conocimiento”. Amén.

Jonathan Bernad
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