FRUTA MADURA

Escribo esta reflexión en mi equipo portátil puesto sobre una mesa donde hay un frutero con algunas piezas de fruta: impasibles veo a tres manzanas, siete ciruelas y una naranja. A través de una de las manzanas, la más pequeña, una pequeña hormiga hace un recorrido.

Este común cuadro me hace pensar en realidades más trascendentales que las meramente culinarias o nutritivas. Algo en común a todas las piezas de fruta que acabo de citar en el párrafo anterior es que todas están pasadas de madurez y en el plazo de pocas horas deberán ser arrojadas a la basura. Estoy seguro que un día estuvieron sin madurar, que en otro momento llegaron a su óptimo estado de madurez pero ahora, cuando escribo esta reflexión, son vestigio, por así decir del pasado. Vienen a mi mente caras de hermanos y hermanas que son como estas frutas: han dejado pasar el tiempo de su servicio a Dios y ahora incluso las hormigas de la desidia pueden pasearse encima de ellos.

Mi querido hermano lector, no sé cuál es tu grado de compromiso pero si estoy seguro que si te crees algo te ocurrirá como a la fruta que aludo en esta ocasión. Jesucristo nos ha llamado a ser útiles en la inutilidad de nuestras limitaciones; el Maestro de Nazareth no nos ha dado dones para que nos pongamos en un lindo frutero y solamente demos vista; Dios nos ha dado dones para ponerlos en práctica. Muchas veces se dice: "cuando tenga más edad lo haré"; en otras ocasiones se dice: "estoy esperando un poco"; y muchas veces se dice: "yo pude". Esta es, lamentablemente, la trayectoria que suelen tener muchos preciados dones que Dios ha repartido en medio de su pueblo. Me tiemblan las piernas, recuerde el lector que soy imperfecto, cuando pienso en que un día Dios me pedirá cuentas de cómo he usado mis dones. Tendría unos doce-trece años cuando alguien me enseñó qué es poner nuestras limitaciones a los pies del Maestro de Nazareth: aquel día tenía yo un tremendo ataque asmático, casi no podía moverme y deseaba, confieso, que el Señor me llevara consigo porque se me hacía insoportable todo aquello; una hermana en la fe, una señora de unos cuantos años ya, pero que desde bien jovencita había quedado ciega, me dijo: Jonathan, dale gracias al Señor por tu asma y ponla al servicio de Él. Han pasado ya bastantes años desde aquella conversación y confieso que ha sido uno de los sermones que más huella ha dejado en mi vida. Estoy seguro que si yo siguiese pensando que el asma era un obstáculo hoy no estaría sirviendo al Señor en algunos de los ministerios que desarrollo. También confieso que el ejercitar trabajos para el Señor es para mí todo un honor y me siento el hombre más feliz por tal honor.

Me puedes decir que soy imperfecto, que me falta mucho por aprender de Jesucristo: ¡estamos de acuerdo!. Pero soy de los que no han querido que su fruta madure en un escaparate; tengo la dicha de pertenecer al ejército de millones y millones de hijos de Dios que una vez que hemos puesto la mano en el arado no hemos vuelto la mirada hacia atrás (Lucas 9:62). Por supuesto que hay mucho de mi vida que necesita ser transformado y moldeado por el Señor pero a eso la Biblia lo llama crecimiento y digo lo que tantas veces a nivel particular comparto: si no hubiese un proceso hacia arriba, si no pudiésemos cada día seguir ahondando en el conocimiento de Cristo, la vida cristiana sería muy aburrida.

Lo primero que necesita esta fruta que tengo delante para alcanzar el pleno objetivo para que fue creada es ser pelada, quitada su cáscara. Hay cosas en nuestra vida que nos envuelven, que nos protegen tanto de los demás, que lo único que hace es esconder, enmascarar un proceso interno de degradación. La dulzura de nuestro interior, el sabor de nuestro corazón no puede ser compartido si no estamos dispuestos a despojarnos de esas cosas que nos impiden llegar a los demás. El apóstol San Pablo lo describe perfectamente en Filipenses 3.  Cuando no estamos dispuestos a despojarnos de esas cosas nos sucede como a la hormiguita que se pasea por la manzana: la fruta permanece inmóvil, no tiene sensibilidad. ¡Qué importante es ser sensible al llamado de Dios!.

Veo también que estas once piezas de fruta tienen alguna que otra marca de haber sido manipuladas, probablemente del roce unas con otras en el transporte, de alguna mano que las tocó en un momento determinado. El servicio para el Señor también deja huellas en nuestra vida, secuelas de dolor en algunas ocasiones que necesitan ser reparadas por la acción del Espíritu Santo operando en renovación, curación y perdón en nuestras almas. Alguien dijo alguna vez que la única cosa del hombre que llegará al cielo es las señales de las huellas de la cruz en las manos de Cristo. No sé si será un sacrilegio (espero que no, y si no está de acuerdo mi hermano o mi hermana recuerde que soy imperfecto y me equivoco) decir que también una de las cosas que llegará será la estela que han producido en sus siervos los dolores del servicio. Si, porque aunque es una tremenda alegría servir al Señor, también hay lágrimas, dolores y alguna que otra tristeza.  Pero creo que es mejor llegar así que no ileso, porque solamente los que no sirvieron se pierden la bendición de las lágrimas, dolores y tristezas; sí, éstas también son bendiciones. Quien esto firma tiene alguna que otra bendición al respecto y admiro a esos hombres y mujeres de Dios que tienen su cuerpo, en un sentido figurado, lleno de marcas.

Estas piezas de fruta, como decía, en algunas horas más adelante deberán ser arrojadas a la basura; nadie las disfrutó, nadie pudo paladear su sabor. Solamente aquellas frutas que se desprendieron de su cáscara protectora fueron útiles. Y un día, cuando el tiempo no cuente ya, el Señor nos pedirá cuentas. Es un desafío, y una esperanza para un servidor, poder escuchar un día de la boca del bendito Salvador: "bien, buen siervo y fiel". Hermano, aunque sea para confitura, deja que el sabor de tu vida sea útil a otros.

Jonathan Bernad
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